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Del “quién soy” al “qué soy”.

Érase una vez un padre que se había ido a vivir a Suecia. Sí, ese país tan peculiar, donde hace tanto frío, y de donde proceden cosas como Ikea o el grupo ABBA.

El tipo en cuestión vivía en un pequeño pueblecito, bastante perdido de la mano de Dios. Sorprendentemente, allí había encontrado su sitio. ¿Y eso? ¿Qué le había llevado hasta aquel remoto lugar? ¿Había sentido la llamada del hielo purificador? ¿Quería estar cerca del pueblo Sami y adoptar sus costumbres? ¿Tal vez le interesaban tanto los premios Nobel que por eso se había ido a Suecia? Fuera como fuese, vivía tranquilo, a su aire, como un bonsai en medio de un bosque de coníferas.

Un buen día, recibió la llamada de su hijo diciéndole que quería ir a visitarlo. El chaval vivía en el sur de Europa, por lo que la conversación fue motivo de gran alegría para el padre. ¿A quién no le gusta recibir la visita de un hijo, y más cuando se encuentra a miles de kilómetros de distancia? Así pues, fue fácil arreglarse y organizar el encuentro.

Por fin, llegó el día en que pudieron reunirse. El padre fue a buscarlo con su automóvil nuevo, lleno de emoción. Verlo salir por la puerta de llegadas, en el aeropuerto, fue todo un subidón. La verdad es que se había convertido en todo un joven lozano y brioso. Parecía que fuera ayer cuando le estaba cambiando los pañales, y de golpe y porrazo, allí estaba, ¡había venido a visitarlo a Suecia! La alegría de volver a verse hizo que se dieran un empalagoso abrazo respirado, uno de esos que sólo se ven en las pelis ñoñas (y a veces también en los aeropuertos, pero sólo si es Navidad).

Desde el primer momento, aprovecharon su tiempo juntos y se pusieron al día de todo. Hablaron sin cesar mientras iban recorriendo distintos lugares del país. El padre, cual chófer y guía privado, disfrutaba ejerciendo de perfecto anfitrión para su retoño.

Un día, decidieron hacer algo especial: contemplar la aurora boreal al anochecer.

Para ello, se fueron a una zona apartada, tratando de evitar la contaminación lumínica. Esperaron contemplando la bóveda celeste. Hasta que por fin, apareció. Allí estaba, mostrándose en todo su esplendor. Algo que sólo la Naturaleza es capaz de ofrecer.

-¡Qué pasada!-comentaba el joven.

-Alucinante, ¿verdad?-respondía el padre-. Un espectáculo inigualable.

-¿Sabes? Hace poco me llegó algo curioso sobre las auroras.

-¿Lo quieres compartir?-dijo viendo la emoción subyacente en el rostro de su hijo.

-Explicaba que “una aurora es el día que nace”.

-Ajá.

-Mira, lo tengo por aquí. Así que te lo voy a leer: ”La aurora es el día que nace. Trae consigo la sabiduría del pasado y la ignorancia del futuro. Y está ahí preparada para empezar. A pesar de las tormentas, a pesar de la lluvia, el frío y la oscuridad, la aurora sabe que tiene que avanzar. El día está por nacer y no hay nada que pueda hacer que el sol pare de brillar. Por eso, sé como la aurora. Deja que tu pasado te instruya, pero no dejes que se interponga en el presente, y mucho menos en el futuro. Mantente abierto a lo que aún no sabes. Mantente intacto para lo que ha de venir.”.

-¡Uau! Qué bueno, me encanta-. El padre estaba sorprendido ante la belleza de aquellas palabras. La verdad es que su hijo se había convertido en un apuesto muchacho despierto y lleno de vitalidad. Su presencia allí era un grandísimo regalo para aquel tipo, sin lugar a dudas.

-Sí, ¿verdad? La existencia de la aurora es efímera… ¿Tal vez sea por eso por lo que nos llama tanto la atención?

-Supongo, vamos; yo, que vivo aquí, ¡no dejo de maravillarme cada vez que la veo! Me hace conectar con la inmensidad del cosmos… ¡Si es que no somos nada!

Y entre risas y chascarrillos, siguieron disfrutando de las luces boreales hasta bien entrada la noche.

El plan había sido un gran acierto, sin lugar a dudas. Y todo fluía a las mil maravillas.

Al regresar de nuevo al coche, el hijo sacó del bolsillo del abrigo una bolsa de patatas chips que había comprado a lo largo del día. La abrió y se dispuso a zampársela.

-¿Quieres, papá?

-No, gracias.

El día había sido largo y lleno de experiencias, y el hambre había hecho acto de presencia.

Volvieron a casa en silencio. Uno, disfrutando de sus chips crujientes. El otro, de la conducción sosegada. Cenaron algo ligero y se fueron a dormir.

-Gracias por todo, papá. Estoy muy contento de haber venido a verte, me está encantado este viaje.

-Gracias a ti por Ser. Bona nit.

Al día siguiente, mientras el hijo dormía plácidamente, el padre se levantó temprano para hacer unos recados.

Abrió la puerta del coche, se sentó, introdujo la llave, y al girar la cabeza, los vio: había restos de patatas en el asiento del copiloto. “¡Vaya!”, se dijo chasqueando la lengua. Se trataba de unos cuantos pedacitos, esparcidos. Trató de tomarlos uno a uno, mas comprobó que el aceite de las patatas había impregnado el asiento, ensuciándolo. Su expresión facial se fue tornando rígida; la sonrisa del día anterior había desaparecido del rostro. Lo cierto es que aquel auto era nuevo, y la mancha oléica llamaba poderosamente la atención en medio de la impoluta butaca.

Intentó limpiarla con un pañuelo, pero nada. El aceite había penetrado en el tejido, con lo cual era un asunto más complicado de lo que parecía inicialmente.

De pronto, los planes se torcían. Lo inesperado hizo acto de presencia.

“Jode, con esto no había contado”-pensó para sus adentros, mientras frotaba y frotaba, cada vez con más fuerza.

Entonces llegó. Sobrevino repentinamente, como un rayo en mitad de la tormenta: una súbita sensación de rabia. Notó cómo se le aceleraba el pulso, su cuerpo se agitaba e incluso una gota de sudor recorría su frente, yendo a parar a los pelillos de la ceja.

Joder… Mi coche nuevo, ensuciado… Con el dineral que me ha costado… Y encima esto no se va… ¡Putas patatas chips! Y todo por culpa de mi hijo, ¡menudo zafio!

Toda una suerte de ocurrencias surcaban su mente en ese momento. ¿Y ahora qué? ¿Qué se suponía que debía a hacer? ¿Iba a tomar cartas en el asunto y regañar a su hijo? ¿Iba a hacerle limpiar el asiento? Por momentos, incluso se le pasó pedirle que se marchara de vuelta por donde había venido…

Se sentía totalmente dominado por el enfado. Atrapado por él, incapaz de sacudírselo de encima. Era una sensación parecida a estar en medio de unas arenas movedizas. Unas arenas que le atenazaban por completo, y de las cuales, por más que quisiese, no era capaz de escapar.

Por suerte, en medio de aquel maremágnum emocional, fue capaz de acordarse de algo que le habían contado una vez: para salir de unas arenas movedizas, lo primero que hay que hacer es mantener la calma y respirar.

Y de seguido a esa reflexión, algo surgió como un resorte. Recordó la conversación del día anterior, cuando miraban las luces boreales. Fue entonces cuando las palabras que su hijo le había leído resonaron en sus entrañas:

La aurora trae consigo la sabiduría del pasado y la ignorancia del futuro. Y está aquí preparada para empezar. A pesar de las tormentas, a pesar de la lluvia, el frío y la oscuridad, la aurora sabe que tiene que avanzar. El día está por nacer y no hay nada que pueda hacer que el sol pare de brillar.

Notó cómo la agitación que había experimentado unos segundos antes, disminuía. De seguido, dejó de apretar la mandíbula, y poco a poco soltó la tensión generada en las manos.

El día está por nacer y no hay nada que pueda hacer que el sol pare de brillar.

¿Qué es lo que había sucedido?

A continuación, llegó a su mente algo que había leído en un libro. Era algo así como que los pensamientos surgen y desaparecen. Y al igual que los pensamientos, también cualquier sensación o percepción. “¿Si los pensamientos vienen y van, tal vez sea posible dejarlos pasar, sin aferrarme a ellos?”, barruntó por un momento.

Y se dedicó a observar. Tan sólo observar.

Mantente abierto a lo que aún no sabes. Mantente intacto para lo que ha de venir.

De seguido, algo más apareció: “Si las auroras pueden brillar plenamente cada noche, viviendo el momento presente en toda su magnitud, tal vez yo también pueda. Tal vez yo también pueda desapegarme de esos pensamientos de ira contra mi hijo”.

Hizo una serie de respiraciones, tomando consciencia de cómo el aire entraba y salía de sus pulmones. Al cabo de un rato, la rumiación se había esfumado, y ya no sentía ninguna rabia. Estaba en paz. De pronto, estalló en una sonora carcajada. ¿Cómo era posible que hubiera pensado semejantes tonterías hacía un rato? Su hijo querido, había venido a verle desde el sur de Europa, regalándole su bien más preciado: su tiempo. ¿Y el padre iba a enfurecerse por una ridícula manchita de aceite en el asiento?

Nada de eso. Al contrario, volvió a casa para ver a su vástago y le dio un abrazo. Le dio las gracias por venir a visitarlo, y por el magnífico tiempo que estaban pasando juntos. Y aunque el muchacho no se había enterado de nada en lo relativo a la mancha, el padre incluso le dio las gracias por comer las patatas en el coche.

-Hijo, hoy me has enseñado una gran lección. Me has enseñado a valorar lo que realmente importa.

Así pues, este tipo fue capaz de quitarle el sentido protagónico a la situación que se había dado. Al quitarle esa adjudicación egóica, pudo despojarse a sí mismo de su propia identidad personal. De esta manera, pudo ver que nadie le había hecho nada, y que él mismo había decidido en todo momento cómo se sentía con respecto a lo que le pasaba. Definitivamente, fue capaz de ver la realidad tal y como verdaderamente era.

En otros términos, pasó del “quién soy”, al “qué soy”.

¿Cómo?

Pasó del “quién soy”, al “qué soy”. Tomó consciencia de que ya no era necesario identificarse con un “yo” personal. Y así pudo sentir que era uno con el todo. Desde ahí, desde hacerse uno con el todo, fue consciente de que no era un quién, sino un qué.

Ya no era un padre, que vivía en un pueblo de Suecia, que había recibido la visita de su hijo.

Ya no había nada de eso.

Sencillamente, era la existencia reconociéndose a sí misma. Consciencia pura.

Y eso es alucinante. Como la aurora boreal. Como la inmensidad del cosmos manifestándose a través de infinitos fractales.

TODO ES.

YA SOMOS.

¡Chips!

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Esta entrada tiene un comentario

  1. Bea

    Bien…pero a ver si aprende que no se comen chips en el coche, aunque qué buenas que entran..así que en futuras que también coma el padre y entonces no recae el enfado solo en el hijo. Y a respirar…

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